Cuando era adolescente un halago que me gustaba recibir era: «Esther, tienes las cosas claras». En ese momento pensaba —sigo pensándolo en parte— que tener las cosas claras era el súmmum de la competencia personal alcanzable a cierta edad. Pero por supuesto, mi vida era más simple en esa temporada. Ahora, con algo más de madurez (o historia, no voy a pensarlo mucho ahora) por supuesto creo en la legitimidad de la duda, del «no sé» y de necesitar un tiempo para aclararse la cabeza. La razón es evidente: a mayor complejidad vital, la toma de decisiones se complica. Hasta para echarle humor a la vida hay que ser serios.
Lo que de todas formas me resisto a aceptar es que una toma de decisiones en la vida se prolongue demasiado. Esa clase de procesos de decisión que implican angustiosa confrontación interna, sin debate, sin estímulos positivos, no es digna de una vida con sentido. Creo, afirmo. Mientras escribo esto, recuerdo la necesidad —o la filosofía— del minimalismo vital, que no es solo cosa de la decoración de la casa, o la colocación de los muebles. A las puertas del 2020 es más bien el tener —y coger para usar— lo que necesitas, y punto. Ojo, incluso a nivel interno.
Tener las cosas claras en lo que se puedan tener, es un pasillo hacia la libertad. Libertad en la toma de decisiones. Libertad en la reputación que se elija tener. En algunos casos, incluso libertad financiera.