Es por todos sabido que, si aplicamos un filtro a una foto, la imagen mejora: se potencian los colores y se disimulan algunos detalles que la hacen menos atractiva. Digamos que prima lo bueno sobre lo malo, mostrando su mejor versión.
En millones de teléfonos hay aplicaciones destinadas a la edición de fotos: retoques que van desde sencillos cambios de color y luz hasta sofisticadas modificaciones estéticas que hacen más delgados, morenos y atractivos a sus protagonistas.
Antes de compartir una imagen, se amplia y revisa minuciosamente, buscando no cometer ningún error y cuidando el mensaje que se transmite porque una imagen vale más que mil palabras. Nada se deja al azar.
Es curioso, pero no nos pasa lo mismo al hablar, pese a tener la aplicación de retoque más potente y precisa del mundo: la inteligencia, decimos lo que se nos ocurre sin analizarlo previamente ni pensar en las consecuencias.
No retocamos ni matizamos, no modificamos los errores ni minimizamos los fallos. Somos demasiado naturales en ese aspecto y eso no daña la vista, pero duele.
Al hablar tenemos que filtrar lo que estamos diciendo, no podemos soltar lo primero que se nos ocurre y poner cara de sorpresa cuando otra persona se molesta. Nuestra libertad termina exactamente cuando empieza la del otro. De nada valen unas redes sociales impecables, una camisa bien planchada y unos zapatos relucientes si al abrir la boca sube al pan. De la misma manera que el coche más nuevo y potente en las manos de un conductor incivilizado pierde su capacidad de impresionar porque la mala educación corre más que 300 caballos y hace más ruido que el motor.
Antes de hablar hay que ponerse en el lugar de la persona que lo va a escuchar, ser prudentes y delicados porque la razón se pierde cuando las formas no la acompañan.
No podemos decirle cualquier cosa ni tratar a todo el mundo igual, hay personas más sensibles que otras y con las que tenemos más confianza. Lo que a una persona no le incomoda a otra puede ofenderle. No todos tenemos el umbral de indiferencia en el mismo sitio.
Filtrar tus pensamientos y corregir esos detalles que no son estéticos en una conversación no significa renunciar a tener criterio, más bien todo lo contrario, quiere decir saber transmitir tus ideas sin chocar con las ajenas y enderezar el volante si perdemos el rumbo.
La prudencia es la autoescuela donde mejor puede aprenderse a conducir una conversación.