A pesar de la terrorífica enseñanza que el pasado tributa acerca del racismo y la xenofobia, con los recuerdos de sucesos acaecidos en la recientemente dejada centuria todavía frescos, parece que el fantasma de estas lacerantes ideas sigue resultando amenazador. No obstante las transformaciones experimentadas a tal respecto en nuestra sociedad, indudablemente positivas desde la óptica de la psicología social, el espectro del racismo (indisolublemente unido a la aporofobia) sigue resistiéndose a desaparecer, y más si cabe en un contexto demográficamente caracterizado por la inmigración a Europa de personas que, si bien presentan una inconmensurable heterogeneidad étnica, comparten generalmente unas condiciones socioeconómicas muy similares (de pobreza, huelga decirlo…).
El racismo no posee ya aspiraciones e ínfulas pseudocientíficas en un mundo en que el propio concepto de raza humana ha quedado (ahora sí) científicamente refutado. Sin embargo, la aporofobia lo alimenta, lo estimula, aún lo mantiene artificialmente con vida, y ésta jamás ha dejado de ser socialmente pujante. Por tanto, resulta crucial conjurar la considerable amenaza que suponen para la paz social tan nefastos compañeros de viaje, y para ello quizás pueda resultar de alguna utilidad (o al menos así deseo creerlo…) la apelación individual a la empatía, siendo aquí donde entra en juego aquello a lo que Cicerón sabiamente calificó como magistra vitae: la Historia.
Realmente, los hijos de Adán poco sabemos de las carestías e innúmeros padecimientos que hubieron de soportar nuestros más remotos antepasados durante sus continuas migraciones en busca de una vida mejor en una edad en que la existencia era infinitamente más difícil que hogaño. Desde la comodidad de nuestra alcoba miramos de soslayo a tiempos pretéritos, temerosos de que nos muestren cosas que desearíamos seguir ignorando. Y no es para menos, pues nuestros mayores no tuvieron más remedio que llevar una vida asiduamente errabunda en la que enraizarse era un lujo efímero supeditado a las fluctuaciones de un medio hostil del que enteramente dependía su subsistencia. Por otra parte, el hecho de que la variabilidad genética genere adaptaciones que incrementan las posibilidades de supervivencia no hizo sino estimular el mestizaje entre los recién llegados y los naturales para garantizar el éxito biológico de la especie humana, lo cual per se desarticula cualquier postulado racista: sin mezcla, no habría humanidad.
Español, Yndia serrana o cafeada, produce Mestiso (segunda mitad del siglo XVIII). Madrid, Museo Nacional de Antropología.
Movido, pues, por el afán de aprender del ayer para entender lo hodierno, sentí el deseo de probar mis propias razones y descubrir todo lo posible sobre la vida de mis ancestros. Vivamente estimulado por la rareza del segundo apellido de una tatarabuela paterna oriunda de la Alpujarra almeriense, Guil, me resolví a tomarlo como objeto de estudio, pues en efecto parecía prometer interesantes resultados a mis indagaciones y un ejemplo a mis argumentos. Considerando que lo hizo, a renglón seguido compartiré gustoso su intrahistoria.
El apellido Guil procede del término germánico wilja, que literalmente significa decisión, voluntad (cf. lat. volo). Sin ir más lejos, aparece en la traducción del Padrenuestro que hizo el obispo Ulfilas a la lengua gótica: wairthai wilja theins swe in himina jah ana airthai (hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo). Así pues, podemos inferir que con este apellido o nombre se trataba de subrayar el talante resolutivo y la determinación de ánimo de su portador: el resuelto, el voluntarioso. No obstante su previsible oriundez tudesca en última instancia, el origen de Guil es francés, siendo en la región comprendida entre Bretaña y Flandes donde estadísticamente el apellido presenta, con diferencia, la frecuencia más alta.
La existencia de apellidos de raíz germánica en Francia, y en general en todo el territorio de la Romania, es fácilmente explicable si tenemos presentes las invasiones que pusieron término a la vida del Imperio Romano de Occidente. El movimiento migratorio que consecuentemente se produjo, con la penetración e instalación de considerables masas de población principalmente germánica allende los límites imperiales, ha sido profusamente estudiado. En todas las Galias, verbigracia, se sucedieron numerosos reinos bárbaros antes de la definitiva erección y consolidación de los francos como poder preponderante, cuya influencia fue de tal trascendencia política, que el nombre latino del país se perdió para dar paso al correspondiente fráncico, Francia (la tierra de los francos).
Clodoveo, rey de los francos, en la batalla de Tolbiac (496). Ary Scheffer (1836), colección pictórica del Palacio de Versalles.
La invasión islámica de Hispania y el proceso de reconquista cristiana iniciado a continuación, así como la popularización en toda Europa de la peregrinación a Santiago de Compostela, constituyeron un atractivo aliciente para numerosos habitantes del norte de los Pirineos que, acudiendo en no pequeña cantidad, y siendo genéricamente conocidos como ultramontanos o francos (aunque no siempre fueran de extracción francesa), terminaron instalándose en España. Los reyes hispánicos favorecieron activamente la implantación de los nuevos súbditos mediante la concesión de fueros, privilegios, cartas pueblas, franquicias y demás leyes que solían garantizar exenciones tributarias considerables y otros beneficios para todos aquellos que marcharan hacia las ciudades recién tomadas al Islam con ánimo de avecindarse en ellas. Un caso arquetípico de tales disposiciones legales a favor muy particularmente de la población de procedencia ultrapirenaica es el Fuero de los francos de Toledo, sancionado por Alfonso VI y confirmado por Alfonso VII el Emperador en 1136.
Escena de batalla de la Reconquista. Miniatura de las Cantigas de Santa María de Alfonso X el Sabio.
Al igual que el resto de repobladores francos, los portadores del apellido Guil cruzaron la cordillera pirenaica, estableciéndose éstos concretamente en Navarra, reino que parece ser su primer solar español. Así lo expresa, por ejemplo, el humanista Francisco Cascales en sus Discursos históricos de la Muy Noble y Muy Leal Ciudad de Murcia y su reino (1631), quien refiere igualmente que los Guiles, posteriormente extendidos por los reinos de Aragón y Valencia, terminaron descendiendo hasta Murcia. Existe bastante consenso historiográfico en lo relativo al recorrido ibérico del apellido, pudiéndose incluso precisar que había navarros que lo ostentaban entre las huestes de Jaime I durante sus campañas por tierras valencianas. Desde Murcia se expandiría más ulteriormente por todo el litoral levantino andaluz, pasando asimismo al norte de África, como señala Francisco Cascales, a medida que la Monarquía Hispánica iba tomando e incorporando plazas a lo largo de toda la costa de Berbería (Melilla, Peñón de Vélez de la Gomera, Mazalquivir, Orán, Bugía, etc.) para conjurar la amenaza que suponían los incesantes hostigamientos de los piratas berberiscos y turcos contra España Asimismo, no sigilemos la inmigración española a la Argelia colonizada por Francia, contexto en que seguramente algún que otro Guil que en España padeciese carestías cruzase hacia África en busca de un futuro más próspero…
Passage de la Mer Rouge. Nicolas Poussin (1634), National Gallery of Victoria.
Ésta es, a grandes rasgos, la intrahistoria de cierto apellido y de sus poseedores. El áspero e indubitablemente fatigoso periplo que los llevó desde el norte de Francia hasta el sur de España, y aún más allá, no hace sino proclamar una de las verdades más inmarcesibles de nuestra especie: todos somos los retoños del árbol que creció de una semilla que siempre vino de muy lejos para sembrar raíces en tierra extraña. Cada apellido lleva, en sí mismo, el recuerdo de una singladura cuya evocación nos conmina a amar y respetar a los hermanos que todavía no han alcanzado su destino, si es que acaso pueden alcanzarlo algún día los vástagos de aquellos que, desde la expulsión del Edén, no han hecho sino errar incesantemente por el orbe de las tierras.