Algunos aún recuerdan que el undécimo día antes de las calendas de mayo (21 de abril) se conmemora la fundación de Roma por parte de Rómulo, el hijo de Marte y la virgen vestal Rea Silvia, nieto de Numitor, rey de Alba Longa, de la estirpe de Eneas y por tanto también descendiente de la diosa Venus, según la tradición. Rómulo no alcanzó la gloria fácilmente, y el camino que hubo de recorrer para convertirse en padre y primer rey de la Ciudad Eterna estuvo jalonado de padecimientos indescriptibles entre los que se incluye el fratricidio. La vida de éste y otros héroes fundadores míticos, legendarios o históricos (Cadmo, Dido de Cartago, Clodoveo, Fernán González,…) se caracteriza por la superación de obstáculos inconmensurables y enemigos más poderosos que, confiados en su soberbia, acaban siendo derrotados por aquéllos a quienes inicialmente infravaloraban.
Resulta harto común conocer, al menos de oídas, a los héroes fundadores de nuestras respectivas naciones: en España, verbigracia, es célebre Don Pelayo, así como en Francia Carlomagno o en Rusia Rúrik el varego. Nuestros padres y abuelos antaño nos referían sus hazañas, muchas veces en forma de cuentos infantiles que ayudaban a dejar grabada en nuestra mente para siempre la memoria del protagonista. Por otra parte, si pocas veces conocemos a los progenitores épicos de los países de nuestro entorno, ni qué decir tiene que nada solemos saber sobre los oriundos de tierras y países lejanos. Sin embargo, el caso que aquí nos trae descuella sobre otras narraciones, con fundamento histórico o sin él, por dos motivos: primero, porque el protagonismo no descansa únicamente en la figura de un solo héroe, sino también crucialmente en las capacidades de toda una colectividad humana; y segundo, porque la historicidad del hecho es absolutamente irrefutable, sin dejar lugar a dudas…
Hace cuatro siglos, un pequeño pueblo seminómada tungús desafió a la dinastía Ming de China, indubitablemente una de las mayores potencias imperiales que ha conocido la Historia, y consiguió someter a todo el Celeste Imperio bajo los cascos de sus monturas. Eran los jürčed, habitantes de un vasto territorio estepario antiguamente conocido por los europeos como Tartaria China y por los chinos como Provincias del Noreste, siendo en Occidente más común el topónimo Manchuria, derivado del japonés Manshū. Los jürčed, rebautizados como manchúes (manjusa) en virtud de un dergi hese (decreto imperial) promulgado por el emperador Hung Taiji, constituían en efecto un grupo humano comparativamente poco desarrollado: su economía (de naturaleza esencialmente agrícola y ganadera) era de subsistencia, su sociedad era tribal, no poseían una escritura privativa, y su organización militar era la propia del ordu (horda) de las estepas centroasiáticas. Asimismo, carecían de identidad diferenciada a ojos de los europeos, para quienes todos los pueblos turcos, mongoles y tunguses que vivían cerca de la Ruta de la Seda y allende, ésta eran tártaros: para un viajero castellano o genovés del siglo XIV, como Ruy González de Clavijo o Lanceloto Malocello, por ejemplo, pocas diferencias podían apreciarse entre un jefe de horda mongol o tungús presidiendo un banquete en su yurta y un sultán turcomano deleitándose en medio de un jardín de tulipanes. Para los chinos, los jürčed eran directamente bárbaros incultos sin mayor utilidad que la de frenar, a su servicio, el ímpetu de otras tribus todavía más hostiles.
Mapa italiano de finales del siglo XVII en que se muestra la ubicación de los Tartari dell ́Oro. Sobre la zona de Manchuria puede leerse la siguiente anotación: Questi sono li Tartari, che occuparono, e al presente regnano nella China.
Los jürčed, empero, eran excelentes jinetes y diestros arqueros, bien considerados por los emperadores Ming para servir en el ejército chino merced a sus extraordinarias virtudes militares. También eran dinámicos, y aprehendían con celeridad las enseñanzas que tomaban de los chinos, actitudes éstas que les permitieron en breve tiempo erigir un complejo estado que se fortalecería inexorablemente mientras la dinastía Ming emprendía su caída en picado sin desprenderse, eso sí, del sentimiento de desprecio que le inspiraban los bárbaros del Noreste. Esta coyuntura fue diligentemente aprovechada por Nurhaci (1616-1626), jefe de clan bajo cuya dirección fueron unificadas las tribus tunguses y mongolas diseminadas al norte de la frontera china, se introdujo la escritura en la lengua de los jürčed, se implantó en el ejército la brillante estructura militar de las Ocho Banderas, y se estableció el estado manchú al proclamarse a sí mismo, Han (emperador) del Aisin Gurun (Estado de Oro), también conocido historiográficamente como Dinastía Jin Posterior.
El emperador Qianlong (1735-1795) portando la armadura tradicional de los arqueros a caballo manchúes. Retrato realizado por Giuseppe Castiglione, misionero jesuita milanés y pintor de cámara de los soberanos Qing
El hijo de Nurhaci, Hung Taiji (1626-1643), dirigió sus campañas contra Mongolia y Joseon , penetró decididamente en las provincias septentrionales de los Ming, agregando a su ejército a todos los soldados chinos que desertaban o capturaba con el objeto de incrementar sus efectivos y de ganarse paulatinamente la lealtad y respeto de la etnia Han. Sus éxitos militares y políticos, y la inteligencia con que hizo uso de los recursos, tanto humanos como materiales, que la propia China le ponía en sus manos para emprender las campañas militares, le permitieron proclamar el nacimiento de una nueva dinastía en el año 1636, a la que llamó Qing (Puro, en idioma chino). Pocos años después, Pekín caería ante las tropas manchúes tras haberse suicidado Chongzhen, último monarca Ming (1644). Las demás provincias chinas irían siendo gradualmente domeñadas y pacificadas por los conquistadores durante los siguientes cuarenta años, y ya en las postrimerías de la centuria toda la China de los depuestos Ming se hallaba bajo el poder de la dinastía Qing, durante la cual el Celeste Imperio experimentaría su mayor expansión territorial.
Hung Taiji, fundador de la dinastía Qing
Ahora bien, habiendo expuesto todo lo anteriormente manifestado, ¿cuál es la lección histórica del pueblo manchú? ¿Cuál es la moraleja que puede inferirse de estos acontecimientos completamente verídicos? Que el afán de superación mueve montañas, que no fiar en el desdén dirigido contra nosotros es nuestra primera victoria, que de una irrisoria semilla puede crecer el árbol más hermoso, que en el seno de cualquier grupo humano puede yacer una fuerza insospechada,…Si, tal y como Cicerón sabiamente aseveraba, la Historia es maestra de la vida, ¿acaso no ha de servirnos como fuente de inspiración y aliciente en el curso de nuestra existencia? ¿Quién sabe si, emulando las virtudes de los antiguos, no habremos nosotros también de recrearnos finalmente en nuestro anhelado jardín de tulipanes?
El sultán otomano Medmed II el-Fātiḥ (el Conquistador) oliendo una rosa. De la colección del Palacio de Topkapi (circa 1480)
3 comments
Interesante artículo, que además de bien escrito, nos invita a reflexionar y como no,a seguir aprendiendo de los ejemplos que nos brinda la historia.
La Historia nos da las mejores lecciones, por eso necesitamos apreciarla, hoy más que nunca. ¡Gracias por tu comentario!
¡Muchísimas gracias por tu generoso comentario! Por supuesto, la Historia es la mejor maestra, aunque sea bastante escasa la atención que le prestamos. ¡Un saludo!