Resulta interesantísimo observar cómo la psique de los seres humanos, en su dimensión más esencial e inmutable, ha permanecido prácticamente inalterable a lo largo de toda la Historia hasta la Revolución francesa. Si emprendiésemos un ejercicio de reflexión comparativa sobre la concepción de la vida que un campesino sumerio del segundo milenio a.C. y otro europeo del siglo XVII respectivamente poseían, apreciaríamos un amplísimo abanico de analogías de naturaleza orgánica que, por el contrario, no alcanzaríamos a vislumbrar si confrontrásemos nuestra forma de definir el mundo y la existencia humana con la correspondiente de dicho campesino europeo, aun cuando se dé la circunstancia de que entre nosotros y éste último media un espacio de tiempo notablemente inferior (cuatro siglos) a aquél que se interpone entre el siglo XVII y la época en que las ciudades sumerias florecieron en Mesopotamia (cuatro milenios).
El siglo XVIII alumbró una ruptura abrupta con el mundo precedente y una nueva era vertebrada en dos revoluciones: una económica (la industrial) y otra política (el liberalismo). A partir de esta centuria, el hombre sufrirá una metamorfosis ostensible en todo lo que hasta entonces conformaba el elemento trascendente de su ser: la Divinidad Creadora dejará de constituir paulatinamente el centro de su vida; el soberano terrenal, en torno al que gravitaba toda idea de pertenencia a una colectividad, a una patria (pensamiento éste que los germanos denominaban Kaisertreue, traducible como lealtad al emperador), se hará prescindible (cuando no molesto…), dando paso a la deificación de una noción de nación artificialmente definida por cuatro señores vestidos a la Federica sentados a la vera de una mesa camilla; el capitalismo será el nuevo cedazo en que se cribará y despedazará hasta la ética más elemental… Las transformaciones experimentadas por nuestros mayores en este período todavía timonean nuestra sociedad, y dislates como el nacionalismo, surgido al socaire de dichos cambios, nos impiden eventualmente valorar el pasado sin anacronismos ni juicios de valor erróneos y objetivamente acientíficos.
Cuando, verbigracia, emprendemos el estudio de algo como el Ducado de Borgoña, el nacionalismo, imbuido en nuestro inconsciente durante doscientos años, nos provoca un desagradable cortocircuito. En este caso, por ejemplo, nos resulta difícil concebir algo diferente a la Francia actual por razones idiomáticas, pues siempre se ha hablado francés (o algo parecido) en lo que hogaño consideramos como Borgoña, y cuando observamos sus fronteras históricas en un mapa, no comprendemos qué hacían unidos territorios geográficamente tan dispersos y étnicamente tan diferentes. No obstante, existen siempre pequeños jirones de antaño que, flameantes en nuestra cotidianeidad, nos ayudan a reflexionar sobre lo errado de nuestras anacrónicas sensaciones. ¿Algún ejemplo de ellos? La música tradicional.
Carlos el Temerario, por Rogier van der Weyden (circa 1460)
Paradójicamente, uno de los cantos oficiosos del Regimiento de Infantería Nº1 del ejército francés, vulgarmente llamado de Picardía, es de carácter netamente antifrancés. Nos referimos al Réveillez-vous, Picards (Despertaos, picardos), chanson del siglo XV cuyos versos nos trasladan a las guerras de sucesión al Ducado de Borgoña, a un momento en que, tras haber fenecido el duque Carlos el Temerario en el combate de Nancy (1477), y habiendo dejado éste una única hija, María de Borgoña, Luis XI de Francia trata de hacer valer sus derechos a la retrocesión del señorío, feudalmente ligado a la corona francesa, invocando la Ley Sálica y conquistando los estados borgoñones. La corte de María, empero, no renunciará a los territorios ocupados por Luis XI, y para ganar fuerza frente a Francia ésta contraerá matrimonio con Maximiliano de Habsburgo, hijo del emperador Federico III. En la canción que nos concierne, los guerreros picardos y borgoñones fieles a María le ruegan al duc d´Autriche (Maximiliano) que los guíe para recobrar las tierras perdidas ante el rey de Francia, cuya expulsión de Borgoña prometen. No obstante, después de varios años de conflagración, durante los cuales Maximiliano se puso efectivamente a la cabeza de sus borgoñones, y habiéndose firmado dos tratados (Arras, 1482; y Senlis, 1493), los Habsburgo consiguieron retener únicamente algunas posesiones borgoñonas (los Países Bajos, el Franco Condado y ciertas plazas), que a su vez pasaron a integrar definitivamente los dominios de los monarcas españoles a partir de Carlos I, nieto de María de Borgoña y Maximiliano.
La composición en cuestión es claramente un cantar de mesnaderos de compañías libres: quienes lo entonaban decían ser lansquenetes y reitres, soldados generalmente mercenarios que abundaban en este género de unidades. Por tanto, no en vano el erudito Gaston Paris la denominó chanson d´aventuriers en su obra Chansons du XVe siècle (1875). La presencia del vocablo routiers (carreteros), otro tipo de soldado de fortuna que prosperó particularmente durante la Guerra de los Cien Años, no hace sino constatar esta aseveración. Sin embargo, más allá de tales disquisiciones, este carmen refiere una época en que caballeros de la misma lengua eran súbditos y vasallos de príncipes diferentes, en que en los ejércitos de toda Europa y el Mediterráneo prestaban servicio de armas foráneos de múltiples idiomas y procedencias que no mostraban escrúpulos al enfrentarse a tropas oriundas de su país de origen si eventualmente se presentaba la ocasión, una época, en resumen, que aún no estaba aquejada de ese malogrado intento de justificación pseudointelectual del tribalismo que es el nacionalismo. Y no sólo la milicia testimonia esta histórica circunstancia, sino en general toda la sociedad, asunto éste que por ser de luenga exposición dejaremos para ocasiones más pertinentes.
En esta bella chanson de condottieri centroeuropeos, aparte del tópico de los mala bellorum, apreciamos asimismo lo que, en palabras de Menéndez Pelayo, podríamos llamar ecos de la alegría triunfante del Renacimiento: la evocación de los buenos caldos, la exhortación a la francachela y al jolgorio, la primavera como temporada en que todo se retoma después del obstaculizante invierno,…anhelos éstos que ceden respetuosamente el paso a la plegaria, al ruego por sobrevivir en un tiempo en que, más que nunca, la salud humana era asaz frágil y la vida harto breve. De hecho, la muerte se reputa como un reposo frente a tanto mal (en el caso explícito de esta composición, como un descanso final de la guerra), pensamiento éste que nos evoca la imagen de la muerte presente en las últimas de las Coplas de Jorge Manrique, verbigracia.
María de Borgoña, por Michael Pacher (circa 1490)
Y éste es, en conclusión, el cuadro que nos presenta Réveillez-vous, Picards, verdadera arenga antifrancesa (o mejor, proborgoñona) engendrada en buen francés, según Gaston Paris, por un anónimo soldado picardo del siglo XV, que refleja fielmente el espíritu del tiempo en que fue cantada y nos pone sobre la pista de la enorme complejidad de los procesos históricos y de la necesidad de desprendernos de toda consideración preconcebida o anacrónica para poder comprenderlos mejor. Para solaz de los lectores, cabría señalar que el texto de esta chanson (del que existen versiones diversas que escasamente difieren entre sí) está disponible en la red, al igual que hermosas interpretaciones musicales de la misma. Por otro lado, la partitura más antigua (que sepamos) de la pieza fue publicada por Ottaviano Petrucci en su obra Canti B, numero Cinquanta B (1503), a la que igualmente nos remitimos.
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